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un excelente viejo alegre y solterón que me había cobrado un franco
cariño. De modo que, cuando regresaba de lo de don Eleazar, encon-
traba en don Benito Cristal un verdadero amigo, con quien me de-
sahogaba contra mi mala suerte y lamentaba el tiempo que mis tíos me
habían hecho perder.
Don Benito era un carácter. En la arrogancia de su porte se re-
flejaba toda la entereza de su alma. Amaba con delirio la verdad y
podía decir con orgullo que no había nunca mentido en su Vida. Era
impetuoso, resuelto, intransigente en la defensa de todas las reglas de
la gentilhombría. La honradez acrisolada de su palabra no cedía en
nada a la, honradez de sus acciones, y llevaba su culto por la virtud
hasta la delicadeza de practicarlo en silencio sin proclamarla como el
fariseo.
Sin embargo, don Benito tenía las debilidades mundanas de los
galanteos y había luchado en vano por muchos años sin poder reac-
cionar contra ellas. Soltero, sin familia no pensaba sino en sus buenas
fortunas por el momento y en su inocente partida nocturna; pero con
todo, desde el día que supo que yo estaba empleado en lo de don Elea-
zar, se preocupó por mi suerte, y día a día, al verme salir para mi em-
pleo, me decía meneando la cabeza :
-¡Amigo, amigo, busque otro destino, mire que esa casa de don
Eleazar es peligrosa! Vale más correr el peligro de perder la camisa,
como yo, que exponerme a perder allí la honra.
Pero, no era fácil salir de, lo de don Eleazar, y además, el sueldo
era bueno y el pago exacto. Se trabajaba; eso sí, se trabajaba noche y
día, sin fin, sin tregua, pero ningún dependiente sabía lo que el otro
dependiente hacía. Don Eleazar, que vigilaba constantemente el tra-
bajo, estaba allí para evitarlo. Sus negocios eran múltiples y
complicadísimos: prestaba y tomaba prestado a tipos de usuarios, se-
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gún las circunstancias; su influencia en la Bolsa era tremenda y
misteriosa a la vez; la mitad creía que estaba a la baja, la otra mitad
aseguraba que jugaba a la alza; don Eleazar vivía en el escritorio y
recibía allí a las gentes de toda clase, siempre con su aparente humil-
dad, instalado ante todo su probidad, su desinterés y su honor comer-
cial ante el interlocutor que, por más prevenido que estuviese contra
él, terminaba por escucharlo y someterse.
Don Eleazar era ante todo un especulador; en su casa de comer-
cio no se compraba ni se vendía papeles de Bolsa. De cuando en cuan-
do, para variar, sino PaPele'11 ,lía comprar algún gran pleito)do, para
variar, solía comprar algún gran pleito, y con la paciencia y tenacidad
de un israelita proseguía su gestión por todas las instancias, hasta li-
quidar y desenredar la madeja litigiosa a fuerza de dinero y de procu-
radores traviesos y experimentados.
Cautísimo hasta, el extremo, don Eleazar jamas escribía una
carta de su puño y letra, limitándose a firmar lo que él dictaba, no sin
tener la precaución de leer siempre antes de firmar el manuscrito que
le presentábamos.
En el comercio, don Eleazar estaba considerado como un corsa-
rio. Atacaba y pillaba al enemigo, pero cuando no encontraba adversa-
rios a quienes acometer, o cuando él quería asegurar el éxito de una
operación peligrosa, no tenía ningún género de inconvenientes en
consumar actos de verdadera piratería, sin perder el aspecto venerable
y majestuoso de su fisonomía, y aun llorando y cubriendo sus gavila-
nadas con palabras de humildad que parecían salir del fondo de su
alma.
Así sucedía no pocas veces en épocas de agitaciones bursátiles,
que detrás del corredor que partía a venderle sus títulos, salía, por otra
puerta un segundo con encargo de hacer el alza; y por la tarde, cuando
uno y otro regresaban a dar cuenta de sus operaciones, don Eleazar
tomaba la palabra y hablaba en el lenguaje y el acento de un varón
santo y convencido:
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Lucio V. Lopéz donde los libros son gratis
-Así es, señor don Tomás, así es; ya que ellos lo han querido,
bien empleado les esté. ¡Ya usted sabe, señor, que a mí no me gusta
hacer mal a nadie! Pero ¿qué puede hacer un hombre honrado en estos
tiempos de tan mala fe? ¡Es menester resguardarnos! Vea usted, se-
ñor; yo he hecho muchas obras de caridad en este país, cuando tenía
cómo hacerlas; no hay uno de esos que me quieren arruinar, que no
me deba todo lo que tiene. ¡Yo he sido siempre el mismo con ellos;
dos fortunas he perdido por ayudarlos! Dos fortunas, señor, y sólo por
necesidad me veo obligado a defenderme.
Y cuando don Eleazar llegaba al fin de su discurso, abría su caja
de rapé, invitaba a su interlocutor, y en seguida sacaba de sus profun-
das faltriqueras un largo pañuelo de la India con el cual se sonaba las
narices y se cubría el rostro, para hacer más expresivas sus lamenta-
ciones.
En el orden interno del escritorio, don Eleazar era de una severi-
dad que rayaba en crueldad; jamás una licencia, un respiro, un des-
canso para, sus dependientes. Se trabajaba allí de día y de noche sin
reposo, bajo la dirección inmediata de don Anselmo, el alter ego de
don Eleazar; un mozo español, de cuarenta, años, sagaz, alerta y ladi-
no para los negocios como un capeador para burlar el toro, y sin el
cual rara vez don Eleazar celebraba conferencias sobre negocios deli-
cados e importantes.
Don Eleazar jamás se presentaba en teatros, bailes y paseos. Ve-
nia por la mañana de su quinta en su clásico cupé tirado por dos caba-
llos gateados, mansos y tranquilos, que volvían a conducirlo por la
tarde o por la noche, si las exigencias del trabajo reclamaban su pre-
sencia en el escritorio después de comer. Pero, si don Eleazar no an-
daba en sociedad, su nombre y su influencia se dejaban sentir en mil
formas distintas: en las elecciones formaba siempre parte en los dos
bandos sin dar su nombre:, y concurría eficazmente al triunfo de am-
bos partidos con sumas gruesas de dinero.
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El sabía bien que a los que saben negociar en política, esta buena
madre les devuelve el préstamo con capital é intereses compuestos; y
como para él lo mismo eran los nacionalistas y los autonomistas, los
porteños y los provincianos, los federales y los unitarios, con todos
promiscuaba, porque en la viña del Señor tanto valía para él ser judío
como cristiano.
Una noche, al retirarme: tarde del escritorio, don Benito me es-
peraba en la puerta de la calle con evidentes manifestaciones de sobre-
salto.
-Y...-me dijo al verme,-- ¿qué ha sucedido hoy en lo de don
Eleazar?
-Nada- le contesté,- el día, ha sido como el de ayer, sin novedad. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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