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Körner, Marta, Sebastián y el tío aconsejaron a Emma que cuanto antes se echase al agua. Minghetti
vencía. Se buscó una carretela de buenos muelles, se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y
Eufemia se fueron a la orilla del mar.
Emma quería sentir algo extraño con el movimiento del coche; esperaba de aquel viaje imprudente
una especie de milagro... natural. Que el hijo se le deshiciera en las entrañas sin culpa de ella. Gaetano
había dicho que el viaje podría hacer fracasar el temido parto. La Valcárcel deseaba abortar, sin ningún
remordimiento. No era ella; era el traqueo, el vaivén, las leyes de la naturaleza, de que tanto hablaba
Bonis.
El cual iba aburriendo al cochero con sus precauciones, con sus avisos continuos.
-¡Cuidado! ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un bache? ¡Maldito brinco! Despacio..., al paso, al paso..., no hay
prisa... ¿Cómo te sientes, hija? ¡Estos ingenieros de caminos! ¡Qué carreteras! ¡Qué país!
Y Emma, ignorante del peligro, pensaba: «Sí, sí; el país, los ingenieros; ríete de cuentos; las leyes, las
leyes de la naturaleza, que a ti te parecen inalterables y muy divertidas, ésas, ésas son las que te van a dar
un chasco...»
Se quedó adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente, sentía que una criatura
deforme, ridícula, un vejete arrugadillo, que parecía un niño Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de
melocotón invernizo, se la desprendía de las entrañas, iba cayendo poco a poco en un abismo de una
niebla húmeda, brumosa, y se despedía haciendo muecas, diciendo adiós con una mano, que era lo único
hermoso que tenía; una mano de nácar, torneadita, una monada... Y ella le cogía aquella mano, y le daba
un beso en ella; y decía, decía a la mano que se agarraba a las suyas: «Adiós... adiós...; no puede ser... no
puede ser...; no sirvo yo para eso. Adiós... adiós...; mira, las leyes de la naturaleza son las que te hacen
caer, desprenderte de mi seno... Adiós, hija mía, manecita mía; adiós... adiós... Hasta la eternidad.» Y la
figurilla, que por lo visto era de cera, se desvanecía, se derretía en aquella bruma caliginosa, que envolvía
a la criaturita y a ella también, a Emma, y la sofocaba, la asfixiaba... Abrió los párpados con sobresalto,
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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y vio a Bonis que, con la mirada de Agnus Dei, como ella decía, enternecida, clavaba sus ojos claros en
el vientre en que iba su esperanza.
Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó al día siguiente, con los cuidados que el médico del
pueblo, consultado por Bonis, aconsejó. Por aquel doctor supo la Valcárcel, horrorizada, cuando se
trató de dar la vuelta a la ciudad, que lo que ella creía aborto, en aquellas circunstancias podía ser mucho
más peligroso que el parto en su día..., porque ya sería otra cosa: un verdadero parto antes de la cuenta,
pero no aborto en rigor. Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro y grandes pérdidas de la madre...
eso era lo que podía producir el viaje a la ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló,
cogió el cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a don Basilio, ausentes. ¡Ella que creía
engañar a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y buscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en
casa?
-Pero, mujer, ¿no te advertimos Aguado y yo?...
-Aguado hablaba de perder la criatura, no de perderme yo. ¡Dios mío! Yo no me muevo; pariré aquí,
en esta aldea... me moriré aquí... Yo no doy un paso más...
Costó gran trabajo meterla en el coche. El médico del pueblo tuvo que asegurarle bajo palabra de
honor que él respondía de que no habría novedad si se tomaban las medidas de precaución que él
señalara... Se hizo todo al pie de la letra. Se pidió prestado su mejor coche a una condesa de las cercanías;
el cochero tuvo que jurar que los caballos no darían un paso más largo que otro; el carruaje se llenó de
almohadones. Emma iba casi suspendida. Tuvo que confesar que no sentía el movimiento apenas. Durante
el viaje, que duró tres horas más que el de ida, se durmió también, y se quedó con las manos apretadas
sobre el vientre. Cuando despertó, vio a Bonis con la mirada grave, de expresión intensa, fija sobre el
mismo sagrado bulto que oprimían los dedos de ella. Se lo agradeció; sonrió al esposo que la ayudaba a
no soltar antes de tiempo la carga de sus entrañas, y le mostró, avergonzada de la caricia, como siempre
que tenía estas debilidades, le mostró su gratitud dándole un suave puntapié en la espinilla. Y Bonis, que
sentía lágrimas cerca de los párpados, pensó: «Lo mejor sería amar al hijo... y amar a la madre.»
Al bajar del coche, junto al portal de su casa, Emma exigió que la ayudasen dos, que habían de ser
Bonis y Minghetti; se dejó caer sobre ellos con todo su cuerpo, segura de no ser abandonada a su
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