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joven, practicando con éste todo lo que aquél le había enseñado. Era preferible apurar
el final que postergarlo, se dijo.
Mirá, piba. El día que yo afloje me mandás el colacionado, ¿estamos?
Vos te hacés el gallito porque tenés otras por ahí, dijo Azucena. Te creés que soy
una pánfila. A ver cómo reaccionás el día que te diga que conocí un muchacho.
Y para qué querés que nos casemos, si se puede saber.
Quiero un hijo tuyo, Gabriel.
Me sonreí, Gómez, dijo De Franco. Al relatarme aquella conversación con
Azucena era un perro apaleado. Era tan perfecta esa noche, la tibieza de estar
acurrucados, uno junto al otro. De Franco supo que ese instante iba a ser eterno. Más
eterno que un matrimonio. Como un poema, pensó.
Casate vos, Azucena, le dijo entonces. Casate, tené un hijo y volvamos a ser
amantes.
Azucena empezó a manejar la situación, poco a poco. Sabedora de los espasmos de
fuga de De Franco, y los amargores que les seguían, cuando lo veía volver, rendido, a
buscarla, en sus ojos celestes asomaba la picardía:
Dónde estuviste, Gabrielito.
Y no es una pregunta, Gómez. Cuando le da por llamarme Gabrielito me revienta,
me confesaba un De Franco cada vez más hundido, horas después, frente a una sello
verde, en algún café de Avenida de Mayo.
Una noche, sin avisarle, fue a esperarla a la salida de Harrod s. Desde la esquina
De Franco vio el alboroto de empleados despidiéndose, los rostros de cansancio y
alegría después de la jornada.
Hasta que las últimas jóvenes se dispersaron me quedé esperando, Gómez.
Algunos empleados se saludaban con una camaradería confianzuda con las
muchachas. Entre las
muchachas había las que se daban un beso, quienes se palmeaban y quienes,
separándose, iban al encuentro de un novio o un amigo. Había algo en esas relaciones
que me estaba vedado, algo que me era inaccesible. Cuando el personal ya empezaba a
dispersarse, vi a Azucena conversando con un joven delgado, morocho, de traje
cruzado, con entradas de calvicie prematura, más bien bajo, que le sonreía almibarado.
Debo confesarle, Gómez, que los trajes cruzados siempre se me antojaron de un gusto
chabacano. Además, el joven no paraba de gesticular como un actor italiano,
reteniéndola con un entusiasmo que no lograba contagiarle a Azucena. No había que ser
zorro viejo para darse cuenta de que estaba entregado. Bastaba ver sus manos
ahuyentando insectos invisibles en torno a mi muchachita.
De Franco pensó que Azucena no lo había visto. Pensó en pegar media vuelta y
marcharse a paso firme. Pero ella lo vio. Saludó levantando un brazo, como diciendo
ya voy.
Durante unos minutos que a mí me parecieron interminables, pareció compartir de
golpe el entusiasmo del joven demorando la partida. Finalmente, se despidió. Le dio
un beso y cruzó la calle hacia mí. El joven permaneció un instante en la puerta de la
tienda, observándome. Pude apreciar la rivalidad en su mirada.
Pedrito es un admirador, me dijo Azucena. Está empleado en compras, haciendo
carrera. Es músico también. Toca el acordeón. Estás celoso, se divirtió Azucena. Me
extrañaste mucho, sonrió tomándome del brazo. Ves que no podés estar sin mí.
Para Azucena era toda una aventura caminar esas calles prostibularias del Bajo.
Pasamos por un piringundín. De adentro emergía en sordina un mambo. En la puerta,
una puta se miraba las uñas carmín. Al pasar, la mujer comentó algo que preferí
ignorar. Cerca, un matón vigilaba. La noche húmeda y pegajosa del Bajo hedía a
perfumes baratos, alcohol y petróleo. Esquivamos unos marineros que avanzaban
tambaleándose y, sin soltarle el brazo, le pregunté:
No te parece más apropiado mi departamento.
Me encanta este ambiente, dijo Azucena.
A vos te conviene Pedrito, le dije. Él nunca te traería acá. Te llevaría al altar.
Azucena se apretó contra mí:
Pero yo quiero ser tu putita, me susurró.
De Franco hizo una pausa. Se preguntaba si estaba yendo demasiado lejos con la
revelación de sus secretos, me di cuenta. Haberme contado ese pedido de Azucena,
más que un regocijo en la memoria, era hurgar en una lastimadura:
Así entramos en una amueblada de la calle Bouchard, siguió. Había unos farolitos
carmín en la entrada. En la salita de recepción, detrás del mostrador, una cincuentona
gorda, teñida, escotada, con pinta de madama, nos sonrió con concupiscencia.
La menor, preguntó la gorda, tiene documentos.
Soy la hija, contestó Azucena, desafiante.
La mujer quedó muda.
Azucena contraatacó:
Tiene espejos la habitación.
Yo puse un billete sobre el mostrador. La gorda no vaciló en atraparlo. Giró hacia
el casillero de las llaves y haciendo tintinear unas, me las tendió. Subimos por una
escalera alfombrada de rojo.
A cuántas trajiste acá, preguntó Azucena.
A ninguna, le mentí. Sos la primera.
En el pasillo había olor a desinfectante y un jorobadito uniformado con chaleco,
moño y botines sentado en un banco. Al lado tenía una mesa baja con toallas, jabones
y papel higiénico. Vino hacia nosotros, nos entregó dos toallas, un jabón y un rollo.
Yo le di unas monedas de propina. De un cuarto del fondo nos alcanzaron unos
gemidos de mujer y un jadeo ronco de hombre.
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