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ventanitas enrejadas que se extienden a lo largo del
muelle Lunettes. El cuerpo principal está formado
por el antiguo palacio de San Luis, al que se llamaba
tradicionalmente el Palacio. Es un caserón grande y
sombrío donde se reúnen todos los útiles y atributos
de la venganza humana: aquí, las salas donde se
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encierra a los acusados; más lejos, aquellas en que se
les juzga; abajo, los calabozos donde se les encierra
cuando están condenados; en la puerta, una placita
donde se les marca a fuego; a ciento cincuenta
pasos, otra plaza más grande, la Grève, donde se les
ejecuta.
Esta prisión tiene calabozos que humedece el
agua del Sena con su negro limo; tiene salidas
misteriosas que conducen al río a las víctimas que se
tiene interés en hacer desaparecer.
En 1793, la Conserjería, proveedora infatigable
del cadalso, rebosaba prisioneros a los que se
condenaba en una hora. En esta época, la antigua
prisión de San Luis era realmente la hostería de la
muerte; y bajo las bóvedas de las puertas se
balanceaba por la noche una linterna roja, siniestra
insignia de este lugar de dolor.
El mismo día en que había ardido la casa de
Dixmer, un rodar sordo había estremecido los
adoquines del muelle y los vidrios de la prisión,
cesando ante la puerta ojival, en la que golpearon
unos guardias con el puño de sus sables; la puerta se
abrió, el coche entró en el patio; y cuando los goznes
volvieron a girar y se cerraron los cerrojos, bajó del
coche una mujer. Pasó el primer portillo, en el
segundo se golpeó en la cabeza contra una barra de
hierro. Uno de los guardias le preguntó:
—Ciudadana, ¿se ha hecho daño?
—Ya no me hace daño nada —respondió ella
tranquilamente.
219 / Alexandre Dumas
Y pasó sin proferir ninguna queja, aunque se
veía encima de su ceja la huella casi sangrante que le
había dejado el golpe contra el hierro.
Enseguida se percibió el sillón del portero
Richard que, convencido de su importancia, no se
movió de su sitio pese a los ruidos que anunciaban la
llegada de un nuevo huésped, limitándose a mirar a
la prisionera, abrir un enorme libro de registro y
buscar una pluma en un tinterito de madera negra. El
jefe de la escolta le dijo que hiciera el asiento
rápidamente, porque tenía prisa, y Richard contestó:
—No llevará mucho tiempo, porque, gracias a
Dios, tengo la mano acostumbrada. ¿Tus nombres y
apellidos, ciudadana?
Y se dispuso a escribir, al pie de la página casi
llena, el registro de la recién llegada; mientras su
mujer, detrás del sofá, miraba con asombro casi
respetuoso a la mujer de aspecto triste, noble y altivo
que su marido interrogaba.
—María Antonieta Juana Josefa de Lorena —
respondió la prisionera—archiduquesa de Austria,
reina de Francia.
—¿Reina de Francia? —preguntó el portero
asombrado
—Reina de Francia —repitió la prisionera en el
mismo tono.
—También llamada viuda Capeto —dijo el jefe
de la escolta.
—¿Con cuál de estos nombres debo inscribirla?
—preguntó el portero.
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—Con el que quieras, con tal de que lo hagas
rápido —dijo el jefe de la escolta.
El portero volvió a sentarse en el sillón y
escribió en su registro los nombres, apellidos, y
títulos que se había dado la prisionera. La señora
Richard continuaba detrás del sillón de su marido;
pero un sentimiento de religiosa conmiseración le
había hecho juntar las manos.
—¿Edad? —continuó el portero.
—Treinta y siete años y nueve meses —
respondió la reina.
Richard se puso a escribir, anotó las señas
personales y concluyó con las notas y fórmulas
particulares.
—Ya está —dijo.
—¿Adónde se lleva a la prisionera? —preguntó
el jefe de la escolta.
Richard miró a su mujer y dijo que no estaban
prevenidos, y por lo tanto no lo sabían.
—Hay la habitación del consejo —dijo la señora
Richard.
—¡Hum! Es muy grande —murmuró el portero.
—¡Tanto mejor! Si es grande, se podrán colocar
en ella los vigilantes más fácilmente.
—Entonces, la habitación del consejo —dijo
Richard—; pero, de momento, está inhabitable,
porque no tiene cama.
—Es cierto —dijo la mujer—; no había pensado
en ello.
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—¡Bah! —dijo uno de los guardias—. Se le
puede poner una cama mañana.
—Además, la ciudadana puede pasar esta noche
en nuestra habitación —dijo la señora Richard—¿no
es verdad, marido?
—¿Y nosotros? —preguntó el portero.
—No nos acostaremos; una noche se pasa de
cualquier forma.
—Bien —dijo Richard—. Llevad a la ciudadana
a mi habitación.
El jefe de la escolta dijo que, mientras se
instalaba a la prisionera le preparase el recibo. La [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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